La guerra sucia de Chiapas
La Jornada sábado 3 de enero de 1998
Yvon Le Bot

Para eludir sus responsabilidades en la matanza de Chenalhó, las autoridades mexicanas tratan de hacer creer que, esencialmente, ésta es consecuencia de conflictos intracomunitarios o intercomunitarios. Algunos medios rechazan esta explicación por insuficiente. Se presenta como un ``enfrentamiento'' lo que en realidad fue una matanza ``a la metralleta'' de hombres desarmados, mujeres y niños, y se trata de poner a las víctimas en el mismo plano que los verdugos, los patrocinadores del crimen y quienes lo permitieron.
Es cierto que tanto los asesinos como las víctimas son indígenas mayas. Unos y otros hablan la misma lengua (el tzotzil), y pertenecen a las mismas comunidades o a localidades vecinas. Incluso algunos de ellos están, quizá, ligados por vínculos de parentesco. También es verdad que los conflictos por la tierra y los magros recursos naturales, así como por el control del poder local, han dividido a esas comunidades desde tiempos inmemoriales. A esto se han añadido las divisiones religiosas: el unanimismo habitual (un sincretismo maya-católico) se ha descompuesto en las últimas décadas cediendo terreno ante los proselitismos de la iglesia católica y de iglesias y sectas evangélicas.
Estos diversos conflictos, inextricablemente revueltos y a menudo manipulados por los caciques indígenas, por los terratenientes blancos o mestizos y por el aparato del partido oficial, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), han dado lugar en el pasado a innumerables violencias, enfrentamientos y masacres. Una de las razones que explican el éxito que tuvo la implantación de la guerrilla en los años 80 fue la voluntad de autodefensa de algunas comunidades, o sectores de comunidades, contra los abusos de los pistoleros y guardias blancas, pagados por los patrones, los caciques y el PRI.
Pero después de la insurrección del 1o. de enero de 1994, las cosas cambiaron de naturaleza. A los enfrentamientos de los primeros días siguieron algunos años de ``ni guerra ni paz'', durante los cuales el Ejército Mexicano desplazó a 30 mil hombres a la zona, cercando de más en más el ``reducto zapatista''. Los grupos paramilitares se desarrollaron y multiplicaron bajo la sombra e instigación del gobierno del estado de Chiapas y de sectores de un PRI fuertemente agrietado. Fueron reclutados, básicamente, en el seno de una juventud indígena privada de perspectivas, la misma que alimenta las filas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN): en Chiapas, el crecimiento demográfico sigue siendo alto, la tierra y el empleo son escasos y se emigra menos a la frontera de Estados Unidos que a otros estados de México.
Desde la interrupción de las negociaciones de paz en septiembre de 1996, estos grupos de nombres provocadores o pintorescos: Paz y Justicia, Los Chinchulines, Máscara Roja, MIRA... se han vuelto más y más agresivos. Son la punta de lanza de una guerra contra los zapatistas que no se atreve a decir su nombre, y en la cual la matanza de Chenalhó es, hasta hoy, la expresión más visible y más sangrienta.
En la vecina Guatemala, esta es la fórmula que ha permitido al poder militar vencer a la guerrilla combinando la ofensiva de unidades del ejército especialmente formadas para la lucha contrainsurgente (los Kaibiles) y la movilización masiva de la población en las ``patrullas de autodefensa civil'' que operan con armas blancas o viejos fusiles. En Chiapas, hasta ahora, el Ejército controla el conjunto del territorio, pero no ha pasado a la ofensiva; los paramilitares, a su vez, han recibido entrenamiento y han sido dotados de armas modernas (en el caso de Chenalhó, un indígena miembro del PRI habría suministrado las armas y organizado el asesinato masivo). Más allá de estas diferencias, la estrategia es la misma: utilizar y acentuar las divisiones en el seno de las comunidades, involucrar a civiles en la matanza de otros civiles (así estos últimos estén ligados o no a los insurgentes); producir asimismo heridas imborrables; sembrar el terror y hacerle perder la cabeza al adversario para obligarlo a replegarse o a emprender operaciones suicidas. Sin embargo, México no es Guatemala. Tampoco es ¿todavía no? Colombia, Argelia o Bosnia. Desde el 12 de enero de 1994, los zapatistas, a pesar de todas las provocaciones, se han mantenido en la no-violencia armada. Ellos no interrumpieron el diálogo con el gobierno, sino cuando éste trató de vaciar de contenido el acuerdo firmado sobre derecho y cultura indígenas. Ellos tratan ahora de aplicar esos acuerdos creando, en sus zonas de influencia, municipios autónomos. Lo que muestran los acontecimientos recientes es que estas iniciativas pacíficas, civiles y que de ningún modo amenazan la unidad nacional, son insoportables para los poderes local y regional, y para los sectores influyentes en la cumbre de la pirámide. En realidad, la descomposición del PRI, la democratización de la sociedad e incluso del sistema político mismo (las elecciones del 6 de julio) y la apertura de México al mundo, son hechos muy avanzados ya para que la matanza de los indígenas en Chenalhó tenga el mismo efecto que la matanza de estudiantes en 1968, en la plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México: el resurgimiento del régimen. Podría tener, más bien, el efecto contrario.
Nota del autor: Una manifestación de protesta y solidaridad tendrá lugar en París, frente a la embajada de México, el 12 de enero a las 18:30, para recordar el aniversario de la gran movilización por la paz que hubo en la ciudad de México después de la insurrección de 1994.
*Publicado en Le Monde, el 31 de diciembre de 1997. Yvon Le Bot es un sociólogo francés especialista en cuestiones mayas. Su último libro es El sueño zapatista.

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